Wednesday 20 November 2013

El anciano Ella y yo. Experiencias de un Sitzwache




                    Ya no siento angustia. Estoy tranquilo. Somos tres en una habitación de la tercera planta del servicio de medicina interna de un hospital evangélico a las afueras de Freiburg: un anciano (al que cuido esta noche y cuya libertad quedó, tiempo atrás, anulada por la demencia que padece) reposa en la cama consumiéndose por una neumonía que no ha de abandonarlo hasta su último día. Así lo han decidido. Está también aquí un ente cuya naturaleza presumo femenina y cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano. También estoy yo.

El ambiente está enrarecido. Huele a una mezcla de tierra mojada, de flores que reposan erguidas en un vaso al lado de la cama del anciano (en un admirable y desesperado intento de hacer típicamente estético semejante panorama), de aliento neumónico que esa enorme boca abierta exhala con pasmosa sincronía y el aroma a fresco que sale de un ya frío poleo-menta que alguien ha dejado al alcance del que así yace.

La luz es tenue: una lámpara de noche proyectada contra la pared pintada de beige da una tonalidad sepia a toda la escena.

Los sonidos entre los que me encuentro escribiendo estas líneas no son mucho más reconfortantes: jadeos nerviosos de frecuencia relativamente estable interrumpidos (con una frecuencia de características similares a la anterior) por los quejidos agónicos de un hombre atormentado por las pesadillas que su histológicamente degenerado cerebro se inventa a consecuencia de la psicosis que ha desencadenado toda esa masacre neuronal. Algo le dolerá también la neumonía, pero la pantalla del dispensador automático de morfina "Bosch" en la que reza: 5.5 ml/h, con un tiempo restante de infusión de 6h 30 min y 5 seg, de algún modo, nos deja más tranquilos a los dos. Supongo que más a él.


Por otro lado está el gorgoteo constante y penetrante que produce el oxígeno a presión que fluye de la tubería al pasar por la botella de suero fisiológico.


Pero lo peor son los crepitantes que produce el aire al dilatar esa masa de moco, bacterias e inflamación que se ha formado en sus pulmones. Es lo peor porque me hace fijar la mirada de nuevo en esa boca. Una boca que no se muy bien si me inquieta o me aterra por lo omnipresente de su apertura. Una apertura que parece estar en íntima relación con la cercanía del inminente suspiro final: así de abierta para que salga todo, para que no quede nada. Una apertura, la de una boca que parece que se prepara para entregar el alma del anciano a la acompañante de habitación: aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos, pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano. Una apertura, la de una boca, que se afana en endocitar los labios, la carne y, en definitiva, toda la materia humana del cuerpo yacente hacia lo más profundo de su ser. Una boca a la que, como a todo el tórax, le cuesta horrores hacer entrar aire, vida y...¡le cuesta tan poco hacerlos salir! Como si los despreciara.

Es como si en esa boca se produjera la catarsis de la existencia de esa alma que se escapa, de ese cuerpo que se autoengulle.

No debe pesar más de 65 kilos, pero parece pesar 100 veces más. Se hunde en la cama, parece que la tierra lo llama. La carne dura y seca se resbala para esconderse por debajo de los pómulos, por los huecos que quedan arriba y abajo de las clavículas, entre las costillas (ahora entiendo lo de "parrilla costal"), profundo hacia lo más profundo de su abdomen. Sólo hay una cosa que protruye, que pide paso, salida: sus huesos... Ese mentón prominente, ese esternón a flor de piel, esas hiperbólicas rodillas...

Es una metamorfosis de vida en muerte y Ella, aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano, Ella, digo; lo sabe. Pero no tiene prisa. Espera. La morfina sigue a 5,5 ml/h. Eso, de algún modo, nos tranquiza a ambos. Supongo que más a él. Para intentar calmar el otro dolor, el que produce su mente psicótica, le acaricio el huesudo tórax (esos huesos q buscan sitio para ser pronto un recuerdo perpetuo en esa tierra que le llama) y le regalo unas palabras en mi mejor alemán. A veces funciona.

Son las 6:00 am. Mi turno con el anciano termina. Me asomo a la ventana y veo como la espesa niebla cae pesada y húmeda sobre Freiburg y la Selva Negra de sus alrededores. Es la niebla que ahora me empapará la cara, el anorak, los guantes y mi Orbea Sierra Nevada de vuelta a casa. Es la niebla que me hará sentir frío y me hará sufrir en el camino. Pero que, a su vez, multiplicará el placer que sienta al meterme en la cama cuando llegue a casa. Es la niebla que, en definitiva y como el anciano, me hará sentir vivo.

Le agradezco al anciano la lección sobre la muerte pero le agradezco más la clase magistral sobre la vida, el cuerpo y el alma.


Sólo espero y deseo que haya podido disfrutar de todo ello antes, muchos antes, cuando la demencia aún no había anulado su libertad. Porque si no, no le encuentro mucho sentido a lo que he visto esta noche.