Estaban los dos en la cocina del apartamento céntrico
del pueblo periférico a la gran urbe. Llevaban allí más de 30 años viviendo. Él
pelaba patatas y picaba una cebolla mientras ella calentaba tal cantidad de
aceite, que más que para cocinar parecía dispuesto para ser lanzado muralla
abajo de un castillo (la tortilla de verdad se hace así Manuel, digo Javi… eso
de hervir las patatas es una guarrería).
Él se acordaba de otros tiempos. Del hambre y las
penurias de una guerra, una posguerra y de años de dictadura. De cómo tenía que
esconder debajo de las alforjas del burro el trigo que sacaban de más del
granero municipal su madre y él porque, con lo que les correspondía según la
cartilla irracional de racionamiento, no alcanzaba para una familia de 10
hermanos. Ella (sin ser consciente de la coincidencia espacio-temporal de sus
pensamientos) se retrotraía a la misma época y se acordaba de las comilonas que
preparaba en la casa del señorito del pueblo. Recordaba el cómo anhelaba poder
llevarse semejante puchero a la boca y buscaba calificativos como paradójico,
injusto e ilógico para describir el hecho de tener que aprender a cocinar platos
que no podía probar en su propia casa, que no podía ofrecer a sus famélicos
hermanos ni a su pícaro padre. Si no encontraba esos adjetivos, si no los
conocía… ¿Podría entonces sentir realmente el desprecio que merecía dicho
panorama? Se acordaba de esas sensaciones con el ¡y qué le vamos a hacer hijo,
la vida es así! tan propio de la abuela española de esa generación: la máquina
más perfectamente diseñada para aguantar el sufrimiento (el propio y el ajeno)
sin rechistar. Con una capacidad para la resignación que sólo se puede
conseguir a golpe de moral y sociedad propia de tiempos feudales. La que les
tocó vivir. La que les hicieron aceptar. La que, con esa ignorancia de base que
les impedía encontrar adjetivos calificativos para criticar la situación que no
querían, pero que no podían describir, analizar… aceptaron.
Él levantó la cabeza y miró (en dirección de la que
agarraba la sartén) con los ojos llorosos (supongo que por la cebolla) soltando
un melancólico ¡Éste no viene ya Aurora, ya verás! A lo que la que tenía la
sartén por el mango (metafórica y literalmente hablando) le contestó con un
¡Pues he comprado jamón del bueno y chuletitas de cordero abajo en el Hiber,
como no venga se va a enterar!
En ese preciso momento sonó el timbre del telefonillo.
Dejó la cebolla a un lado y se levantó a descolgar el aparato interrogando muy
serio con un que llega tarde al restaurante, estábamos a punto de dar su
reserva a otro. Que lo siento mucho, el tráfico estaba fatal, contestó una voz
metálica al otro lado de la línea. Risas a ambos lados. No más lágrimas
(supongo que eran por la cebolla).
El invitado entró en el viejo y acogedor apartamento
céntrico del pueblo periférico a la gran urbe. Luego de unos emotivos y cortos
besos y abrazos para con los dos octogenarios ella ya apremiaba al visitante
con un venga hijo ¡siéntate y pincha! Allí había (como siempre) jamón del
bueno, chorizo, lomo, queso, aceitunas y pan para un jodido regimiento. No
exagero. Del orden de un kilo por especialidad. El nieto empezó a pinchar:
jamón del bueno, queso, pan… Pero, inevitablemente, a los dos minutos llegó lo
que estaba esperando escuchar durante las próximas dos horas, el primer ¡Pero
coge más hijo! que ella dijo mientras él la miraba atónito e impotente
masticando el último trozo de chorizo (que un segundo antes y, de espaldas a la
abuela, se había llevado a la boca), con otro de lomo en la mano izquierda y un
pedazo de pan en la derecha y medio del primer botellín ya vacío.
Los dos octogenarios permanecían impasibles ante tamaño
banquete. Tenían que concentrarse en insistir (a pasmosamente exacta razón de 2
veces por minuto) con el ¡Pero coge más hijo! ¡Cagüen diez, no comes nada eh!
Mientras el nieto habría engullido ya unos 200 gramos de cada especialidad.
Pero el nieto era eso, el nieto. Y ellos los abuelos de la generación de
hambre. Se tenía que joder y seguir comiendo. Y bebiendo: 2 botellines no eran
mucho para el abuelo que apremiaba con un ¡Qué te bebas otro hijo que eres
joven y luego vas a echarte una buena siesta!
Entonces lo intentó como desanimado, sabiendo de
antemano que no servía para nada pero, aún así, con ganas de decirlo y lanzó
un… abuelo que tampoco es bueno comer tanto, que son muchas grasas y proteínas
y… ¡Anda calla no digas tonterías! Le interrumpió ella plantándole delante de
las narices más de la mitad de una tortilla de 7 huevos, 1 kilo de
patatas y tres cuartos de botella de aceite de oliva virgen extra.
El comenzó a comer sintiendo la pesadez de la mezcla
de a cuarto de kilo por especialidad que se hacía una bola en su estómago.
Aturdido ya, además, por el efecto del tercer botellín casi finiquitado.
Mientras, ellos habrían comido un dedito de tortilla y dos lonchitas de jamón
del bueno.
La abuela se disponía a freír ahora un kilo de
chuletas de cordero lechal en el cuarto de litro de aceite de oliva virgen
extra que había sobrado de la botella. El nieto lidiaba con la bola de tortilla
que se había formado en su carrillo derecho. Era imposible hacerla pasar. Sus
glándulas salivales hacía ya tiempo que le habían mandado a la mierda y para
lubricar semejante masa lo único que le quedaba era tirar de botellín. Su tez
se estaba tornando peligrosamente blanca, toda la sangre se concentraba
alrededor de su hiperdilatado estómago. Tenía frío y sueño.
Lo intentó de nuevo con un ¡Pocas chuletitas abuela,
por favor! que estoy lleno. A lo que el anciano contestó con un irritante ¡pero
qué vas a estar lleno, si no has comido nada! Quería llorar, hacerles ver que
había comido más que en una semana en su casa, que aquello no estaba bien, que
la curva de la felicidad no era de la felicidad sino de los jodidos factores de
riesgo cardiovasculares… Pero el nieto era eso, el nieto. Y ellos los abuelos
de la generación de hambre. Se tenía que joder y seguir comiendo.
Logró aplacar la insistencia del abuelo para que
abriera un quinto botellín de Mahou Clásica con un angustiado y sincero
¡Abuelo, de verdad, que me voy a coger un pedo del copón... déjame beber agua!
Se sintió tremendamente aliviado al sentir el paso de aquella incolora, inodora
e insípida sustancia. Sintió como, por pura ósmosis, su cuerpo volvía a
recuperar la turgencia que había perdido debido a la ingente ingesta y al
alcohol. Lo necesitaba para enfrentarse al medio kilo de chuletas (con su
grasita porque así están más jugosas) que yacían delante de él.
Además de con la cantidad tuvo que lidiar ahora con un
¿Qué pasa, que no te gustan las chuletas? que salía de la boca de una cara de
pena que acobardaba… ¡Qué si abuela, que me encantan! Pero he comido un
montón… ¡Anda qué vas a haber comido… come las chuletas y pincha jamón… qué es
del bueno! Y él, como era el nieto, y ellos los abuelos de la generación de
hambre, se tenía que joder y seguir comiendo.
Al terminar el plato de chuletas (más el litro y medio de agua que había
precisado para hacerlas pasar) notó como el sudor frío corría por su pálido
rostro. Sintió las pulsaciones aceleradas de su corazón que lanzaba (con una
tensión preocupante) toda la sangre de su cuerpo para lidiar con esa digestión
más propia de los atracones romanos que de una comida normal (con la diferencia
de que aquellos podían vomitar al final y él… pues como que no).
De pronto, en ese preciso momento, cuando ya pensaba
haber terminado con aquel calvario, su mente relacionó el perolo de porcelana
blanca que reposaba en la encimera con el contenido que se escondía debajo de
la cubierta de papel aluminio: ¡NATILLAS! Esperó que se les pasara por alto con
un ¡Bueno…! Pues me voy a tener que ir pronto que tengo que pasar por casa de
los titos antes de ir a Madrid… ¡Qué ingenuo! Ahí estaba la abuela destapando
el perolo y sirviéndole un buen tazón de las (todo hay que decirlo) natillas
más maravillosas del mundo. La necesidad de vaciarse le llamaba. Algo pedía
paso a través de su más pudoroso y personal agujero corporal. Pero tenía que
comer las natillas primero.
Terminó el delicioso postre sintiendo que se hacía más
pequeño, que sus glándulas sudoríparas exprimían su existencia a través de los
poros de su piel, que su sistema renina-angiotensina-aldosterona y su
noradrenalina no daban para aumentar la presión arterial ni un milímetro de
mercurio más. Tomó el obligado Ferrero-Roché de post-postre y entonces ocurrió
lo que tenía que ocurrir: se oyó un enorme estruendo (procedente de la cocina
del apartamento céntrico del pueblo periférico a la gran urbe) que retumbó en
todo el pueblo. Su presencia física fue sustituida por kilos y kilos de
trocitos de jamón del bueno, chorizo, lomo, queso, aceitunas, pan, tortilla,
chuletas, natillas y un Ferrero-Roché entero (no había sido capaz de
masticarlo). Aquello era un follón. Toda la cocina estaba hecha un asco.
La abuela miró al abuelo y casi sin inmutarse salió
con ¡Te lo dije Adrián! Tú no has comido nada, no has hecho más que cebar al
niño y ahora por tu culpa ha explotado… ¡Pues ahora vas a recoger tú todo esto!