La Real Academia Española define a La muerte como “el término de la vida a causa de la imposibilidad orgánica de sostener el proceso homeostático. Se trata del final del organismo vivo que se había creado a partir de un nacimiento”.
Vida
y muerte, esa es la cuestión, sin que nos quede más opción que aceptar la
sentencia que, sin excepción, recae sobre todos los seres vivos. Nacemos para
morir, así de sencillo.
A
la muerte también se le conoce como parca
(sustantivo que comúnmente se utiliza en poesía). La primera vez que oí esa
palabra fue en mi adolescencia, mientras escuchaba Mediterráneo, la conocida
canción de Joan Manuel Serrat:… “Si un
día para mi mal viene a buscarme la
parca, empujad al mar mi barca con un levante otoñal y dejad que el
temporal desguace sus alas blancas…”. Desde entonces prefiero utilizarla
cuando hablo o escribo del “final del organismo vivo”.
Muerte
o parca, parca o muerte, tanto monta, monta tanto. La cuestión es que desde
bien pequeños sabemos de su existencia pero, por razones obvias, la adormecemos
en nuestro subconsciente sin prisa alguna por curiosear más sobre ella. Aún
recuerdo la reacción de mi hijo mayor (tenía apenas cuatro años), viendo la
película de animación de “En busca del valle encantado”, cuando llegó la escena
de la muerte de la madre de Piecitos.
Cogió tal llantina al caer en la cuenta de que eso mismo podría pasarle a él
con su madre o con su padre, que la congoja le duró toda la tarde de aquél
sábado, pese a las suaves y cariñosas explicaciones que recibió al respecto por
nuestra parte. Tras el episodio, el niño fabricó su “coraza”, la guardó y ya no
volvió a tocar más el tema. Su hermana, que por aquél entonces tenía poco más
de dos años, se limitó a observar lo ocurrido y a intuir que la desazón de su
hermano no era en balde, que algo no grato habría por ahí. Ella, supongo que
por la capacidad de sufrimiento que poseen las mujeres, se guardó para si sus
temores sobre la parca y nunca nos los expuso tan abiertamente.
El
benjamín de la familia fue el más insistente con la parca, pues, al menos
durante un año, sobre todo cuando se levantaba para ir al cole, nos decía que
no quería que nadie de la familia se muriera y que no entendía que tuviéramos
que morir. Al pobre crío le costó algo más aceptar la evidencia pero por
fortuna un buen día dejó de preocuparse. Supongo que hizo su “coraza” también y
ahí se quedó.
Una
vez superada la conmoción por tan nefasto descubrimiento y las consecuencias
que el mismo acarrea, pasamos largos años dando de lado a la parca, sabemos que
ahí está pero nos negamos de plano a intimar con ella. Pese a que hechos
luctuosos se producen a diario (fallecimiento de algún conocido del pueblo, de
alguna personalidad, de algún familiar lejano y que apenas conocíamos…, etc.), que
nos hacen “recordar” que la muerte no nos abandona, que está siempre presente, no
importa, la vamos sorteando y de momento no nos afecta directamente y queda “mucho
tiempo” para que eso nos pueda ocurrir a nosotros, a nuestra familia o a
nuestros amigos íntimos. El típico “ya vendrá, pero cuanto más tarde mejor”,
zanja de nuevo la cuestión.
Pero
la parca es taciturna y paciente, sabe
que, pese a que todos queremos evitarla, su momento llegará como “el final del
organismo vivo creado a partir de nuestro nacimiento”, ella siempre sale
victoriosa.
Llegados
a este punto y con la experiencia del discurrir de la vida de cada uno de
nosotros (en mi caso pronto cumpliré los 58 años), lo que se piensa y desea es
que cuando llegue el momento de ser llamados por la parca, que sea de forma
rápida, sin sufrimientos innecesarios, tanto para el que se va como para sus
familiares, y que todo discurra preservando
nuestra dignidad y con la sensación de que te vas en paz y con la conciencia
tranquila. Por desgracia, en muchas ocasiones, esto no ocurre así y tenemos que
ser conscientes de que tanto el dolor como la incapacidad física o mental
pueden estar presentes antes del fallecimiento de nuestros seres queridos.
Imagino
que mis padres, en su momento, se harían ese mismo planteamiento pero a ambos
la omnipresente muerte les “reservó” un final nada deseado.
Dos
años antes de fallecer, a mi madre le diagnosticaron una severa demencia senil,
por lo que no nos quedó más remedio que mentalizarnos y asumir que la pobre
mujer no iba a tener un encuentro con la muerte nada “fácil” y que en pocos
meses se “desconectaría” de la realidad para vivir su mundo, es decir, muerta
en vida, salvo los escasos momentos que tuviera de lucidez. No contentos con el
halagüeño futuro que le esperaba, al poco tiempo se fracturó la cadera y desde
entonces no volvió a caminar, pasando sus últimos meses postrada en una cama,
sin saber si era de día, de noche, si llovía, hacía frío… o sin conocer a quien
tenía a su alrededor. No fue consciente de que se le acababa la vida y que la
parca le acechaba.
Si
cruel fue el adiós de mi madre, el de mi padre fue aún peor. Debido al cáncer
que padecía, sus últimos dos años fueron una continua lucha contra el dolor y
la desesperanza, ya que era consciente de que, por mucho que se empeñara,
aquello no tenía solución (sus facultades mentales las tuvo íntegras hasta el
último día). Pese al deterioro que poco a poco iba teniendo y a sabiendas de
que su vida estaba a punto de extinguirse, hasta prácticamente un mes antes de
morir, mantuvo la esperanza de que saldría adelante y que podría vivir unos
años más (terco hasta el final).
Para
paliar el total desamparo en el que se encuentran los enfermos en esta
situación, es fundamental el apoyo de los familiares, principalmente los hijos,
aunque por desgracia no siempre es así. La dignidad de una persona enferma tiene
que preservarse sin excusa alguna y nadie mejor que un hijo para garantizar que
así sea. La ayuda y presencia de sus vástagos es lo que esperan y necesitan
para intentar soportar el triste trance.
Para
finalizar, cierro con las estrofas de la canción Mediterráneo que siguen a las
que cito en el tercer párrafo de mi escrito:… “Y a mí enterradme sin duelo entre la playa y
el cielo…En la ladera de un monte, más alto que el horizonte. Quiero tener
buena vista. Mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la
genista. Cerca del mar. Porque yo nací en el Mediterráneo…”. Sin duda
un poético y magnífico deseo para cuando tengamos que “dejar” el mundo de los
vivos. Ojalá que tod@s tengamos la suerte que Serrat anhela.
In memoriam Mamá Fali y Salvador.
Salvador Ruperti Sanz
Me gusta mucho Salva.Es verdad lo que dices sobre las reacciones de nuestros hijos con respecto a la parca, Javi y su llantina con Piecitos, Alejandro tan obsesivo y Elena tan sufridita.Por desgracia la sentiste muy de cerca cuando eras jovencito, tu hermana Fátima, tu cuñado Jesús.Más recientemente le ha tocado a tus padres...todavía me cuesta no estar con ellos cuando vamos a Sevilla...echaré siempre de menos las Semana Santa sevillana en su casa, las risas y alagos de mamá Fali y tantas y tantas cosas más.
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