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Thursday 1 August 2013

El ser humano es selectivo


    Es curioso cómo el ser humano selecciona las muertes que deben dar pena. Las muertes que se produjeron en Irak o Bangladesh dan menos pena que las que se han producido en Niza, y estas a su vez causan más tristeza y alarma social que las cientos de miles que se siguen produciendo  día de hoy en el Mediterráneo, en Siria, en Afganistán, en Irak, en Yemen, en Somalia, Sierra Leona y un largo etcétera. Parece que en verano hayan desaparecido la pena y la preocupación por los refugiados. Estamos de vacaciones y lo único que vemos en las noticias es al reportero de turno al lado de un termómetro en Madrid, en Sevilla, en Ourense, en Valencia y, a veces otro en Bilbao. Y ahora, después de lo de Niza, los reporteros se irán a vivir a Francia.

La muerte del “matador de toros” Víctor Barrio es otro claro ejemplo de lo que yo llamo “pena selectiva ante la muerte”. El hombre murió al ser vencido, en lo que en términos empleados por los que defienden la tradición medieval de la tauromaquia, durante “la batalla”, tremendamente injusta, que se produce entre un toro que sufre maltrato del principio a fin del “festejo-asesinato” y un hombre que lucha con capote, espada, banderilleros y picadores para salvar su vida (batalla claramente equilibrada, sí). Pues bien, al ser esta una lucha desigual no es de extrañar que desde 1992 no se hubiera producido una muerte por asta de toro en las plazas de toros de España. Sin embargo, no debemos olvidar que en una lucha entre dos, en una lucha a vida o muerte, sólo puede quedar uno, y en este caso ganó “la bestia”. No es extraño, por tanto, que un torero que ejerce con orgullo “su profesión de riesgo” muera por una cornada de su rival. Lo que me resulta chocante es el revuelo mediático que se ha formado a raíz de unos comentarios desafortunados que hizo un gañán que se define como maestro y que ha conseguido que  el fallecido alcance la categoría social de héroe; cosa que me parece bastante preocupante. Para mí un héroe es alguien que, por ejemplo, arriesga su vida para salvar la de otros, deja todo para irse de voluntario, ayuda a los demás de forma desinteresada… No aquel que tiene como profesión la de ser asesino de toros.

Es increíble y absurdo la conmoción que ha causado el hecho. Más que nada porque la doble moral de algunas personas les permite rasgarse las vestiduras cuando alguien ridiculiza la muerte de un torero; y no cuando un obispo justifica la pederastia o la violación; otro alerta de los peligros que entraña que las mujeres y los hombres tengan los mismos derechos y que ojo cuidado porque el imperio gay-comunista-terrorista va a acabar con el mundo.

Tampoco nos escandalizamos cuando tras el atentado terrorista de Orlando,  no vimos que se creara ningún Change.org, para que cada uno de los que se alegraron y ridiculizaron la muerte de los homosexuales tras el ataque, perdiesen sus puestos de trabajo.


En fin. Está claro que con la libertad de expresión somos igual de selectivos que con la pena. Estos dos episodios son un claro reflejo de lo que es nuestra gran sociedad en la que, por desgracia, el machismo, la homofobia y la ignorancia están tan arraigados, que los hechos que constituyen lacras sociales nos resbalan.

                                                                                                                              Elena Ruperti 

La parca, siempre presente


La Real Academia Española define a La muerte como “el término de la vida a causa de la imposibilidad orgánica de sostener el proceso homeostático. Se trata del final del organismo vivo que se había creado a partir de un nacimiento”.

Vida y muerte, esa es la cuestión, sin que nos quede más opción que aceptar la sentencia que, sin excepción, recae sobre todos los seres vivos. Nacemos para morir, así de sencillo.

A la muerte también se le conoce como parca (sustantivo que comúnmente se utiliza en poesía). La primera vez que oí esa palabra fue en mi adolescencia, mientras escuchaba Mediterráneo, la conocida canción de Joan Manuel Serrat:… “Si un día para mi mal viene a buscarme la parca, empujad al mar mi barca con un levante otoñal y dejad que el temporal desguace sus alas blancas…”. Desde entonces prefiero utilizarla cuando hablo o escribo del “final del organismo vivo”.

Muerte o parca, parca o muerte, tanto monta, monta tanto. La cuestión es que desde bien pequeños sabemos de su existencia pero, por razones obvias, la adormecemos en nuestro subconsciente sin prisa alguna por curiosear más sobre ella. Aún recuerdo la reacción de mi hijo mayor (tenía apenas cuatro años), viendo la película de animación de “En busca del valle encantado”, cuando llegó la escena de la muerte de la madre de Piecitos. Cogió tal llantina al caer en la cuenta de que eso mismo podría pasarle a él con su madre o con su padre, que la congoja le duró toda la tarde de aquél sábado, pese a las suaves y cariñosas explicaciones que recibió al respecto por nuestra parte. Tras el episodio, el niño fabricó su “coraza”, la guardó y ya no volvió a tocar más el tema. Su hermana, que por aquél entonces tenía poco más de dos años, se limitó a observar lo ocurrido y a intuir que la desazón de su hermano no era en balde, que algo no grato habría por ahí. Ella, supongo que por la capacidad de sufrimiento que poseen las mujeres, se guardó para si sus temores sobre la parca y nunca nos los expuso tan abiertamente.

El benjamín de la familia fue el más insistente con la parca, pues, al menos durante un año, sobre todo cuando se levantaba para ir al cole, nos decía que no quería que nadie de la familia se muriera y que no entendía que tuviéramos que morir. Al pobre crío le costó algo más aceptar la evidencia pero por fortuna un buen día dejó de preocuparse. Supongo que hizo su “coraza” también y ahí se quedó.

Una vez superada la conmoción por tan nefasto descubrimiento y las consecuencias que el mismo acarrea, pasamos largos años dando de lado a la parca, sabemos que ahí está pero nos negamos de plano a intimar con ella. Pese a que hechos luctuosos se producen a diario (fallecimiento de algún conocido del pueblo, de alguna personalidad, de algún familiar lejano y que apenas conocíamos…, etc.), que nos hacen “recordar” que la muerte no nos abandona, que está siempre presente, no importa, la vamos sorteando y de momento no nos afecta directamente y queda “mucho tiempo” para que eso nos pueda ocurrir a nosotros, a nuestra familia o a nuestros amigos íntimos. El típico “ya vendrá, pero cuanto más tarde mejor”, zanja de nuevo la cuestión.

Pero la parca es taciturna  y paciente, sabe que, pese a que todos queremos evitarla, su momento llegará como “el final del organismo vivo creado a partir de nuestro nacimiento”, ella siempre sale victoriosa.

Llegados a este punto y con la experiencia del discurrir de la vida de cada uno de nosotros (en mi caso pronto cumpliré los 58 años), lo que se piensa y desea es que cuando llegue el momento de ser llamados por la parca, que sea de forma rápida, sin sufrimientos innecesarios, tanto para el que se va como para sus familiares, y que todo discurra  preservando nuestra dignidad y con la sensación de que te vas en paz y con la conciencia tranquila. Por desgracia, en muchas ocasiones, esto no ocurre así y tenemos que ser conscientes de que tanto el dolor como la incapacidad física o mental pueden estar presentes antes del fallecimiento de nuestros seres queridos.

Imagino que mis padres, en su momento, se harían ese mismo planteamiento pero a ambos la omnipresente muerte les “reservó” un final nada deseado.

Dos años antes de fallecer, a mi madre le diagnosticaron una severa demencia senil, por lo que no nos quedó más remedio que mentalizarnos y asumir que la pobre mujer no iba a tener un encuentro con la muerte nada “fácil” y que en pocos meses se “desconectaría” de la realidad para vivir su mundo, es decir, muerta en vida, salvo los escasos momentos que tuviera de lucidez. No contentos con el halagüeño futuro que le esperaba, al poco tiempo se fracturó la cadera y desde entonces no volvió a caminar, pasando sus últimos meses postrada en una cama, sin saber si era de día, de noche, si llovía, hacía frío… o sin conocer a quien tenía a su alrededor. No fue consciente de que se le acababa la vida y que la parca le acechaba.

Si cruel fue el adiós de mi madre, el de mi padre fue aún peor. Debido al cáncer que padecía, sus últimos dos años fueron una continua lucha contra el dolor y la desesperanza, ya que era consciente de que, por mucho que se empeñara, aquello no tenía solución (sus facultades mentales las tuvo íntegras hasta el último día). Pese al deterioro que poco a poco iba teniendo y a sabiendas de que su vida estaba a punto de extinguirse, hasta prácticamente un mes antes de morir, mantuvo la esperanza de que saldría adelante y que podría vivir unos años más (terco hasta el final).

Para paliar el total desamparo en el que se encuentran los enfermos en esta situación, es fundamental el apoyo de los familiares, principalmente los hijos, aunque por desgracia no siempre es así. La dignidad de una persona enferma tiene que preservarse sin excusa alguna y nadie mejor que un hijo para garantizar que así sea. La ayuda y presencia de sus vástagos es lo que esperan y necesitan para intentar soportar el triste trance.

Para finalizar, cierro con las estrofas de la canción Mediterráneo que siguen a las que cito en el tercer párrafo de mi escrito: Y a mí enterradme sin duelo entre la playa y el cielo…En la ladera de un monte, más alto que el horizonte. Quiero tener buena vista. Mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista. Cerca del mar. Porque yo nací en el Mediterráneo…”. Sin duda un poético y magnífico deseo para cuando tengamos que “dejar” el mundo de los vivos. Ojalá que tod@s tengamos la suerte que Serrat anhela.



In memoriam Mamá Fali y Salvador.

Salvador Ruperti Sanz