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Wednesday 27 November 2013

Del hambre de una generación al ¡Abuela que no puedo más, joder!

Estaban los dos en la cocina del apartamento céntrico del pueblo periférico a la gran urbe. Llevaban allí más de 30 años viviendo. Él pelaba patatas y picaba una cebolla mientras ella calentaba tal cantidad de aceite, que más que para cocinar parecía dispuesto para ser lanzado muralla abajo de un castillo (la tortilla de verdad se hace así Manuel, digo Javi… eso de hervir las patatas es una guarrería).

Él se acordaba de otros tiempos. Del hambre y las penurias de una guerra, una posguerra y de años de dictadura. De cómo tenía que esconder debajo de las alforjas del burro el trigo que sacaban de más del granero municipal su madre y él porque, con lo que les correspondía según la cartilla irracional de racionamiento, no alcanzaba para una familia de 10 hermanos. Ella (sin ser consciente de la coincidencia espacio-temporal de sus pensamientos) se retrotraía a la misma época y se acordaba de las comilonas que preparaba en la casa del señorito del pueblo. Recordaba el cómo anhelaba poder llevarse semejante puchero a la boca y buscaba calificativos como paradójico, injusto e ilógico para describir el hecho de tener que aprender a cocinar platos que no podía probar en su propia casa, que no podía ofrecer a sus famélicos hermanos ni a su pícaro padre. Si no encontraba esos adjetivos, si no los conocía… ¿Podría entonces sentir realmente el desprecio que merecía dicho panorama? Se acordaba de esas sensaciones con el ¡y qué le vamos a hacer hijo, la vida es así! tan propio de la abuela española de esa generación: la máquina más perfectamente diseñada para aguantar el sufrimiento (el propio y el ajeno) sin rechistar. Con una capacidad para la resignación que sólo se puede conseguir a golpe de moral y sociedad propia de tiempos feudales. La que les tocó vivir. La que les hicieron aceptar. La que, con esa ignorancia de base que les impedía encontrar adjetivos calificativos para criticar la situación que no querían, pero que no podían describir, analizar… aceptaron.

Él levantó la cabeza y miró (en dirección de la que agarraba la sartén) con los ojos llorosos (supongo que por la cebolla) soltando un melancólico ¡Éste no viene ya Aurora, ya verás! A lo que la que tenía la sartén por el mango (metafórica y literalmente hablando) le contestó con un ¡Pues he comprado jamón del bueno y chuletitas de cordero abajo en el Hiber, como no venga se va a enterar!

En ese preciso momento sonó el timbre del telefonillo. Dejó la cebolla a un lado y se levantó a descolgar el aparato interrogando muy serio con un que llega tarde al restaurante, estábamos a punto de dar su reserva a otro. Que lo siento mucho, el tráfico estaba fatal, contestó una voz metálica al otro lado de la línea. Risas a ambos lados. No más lágrimas (supongo que eran por la cebolla).

El invitado entró en el viejo y acogedor apartamento céntrico del pueblo periférico a la gran urbe. Luego de unos emotivos y cortos besos y abrazos para con los dos octogenarios ella ya apremiaba al visitante con un venga hijo ¡siéntate y pincha! Allí había (como siempre) jamón del bueno, chorizo, lomo, queso, aceitunas y pan para un jodido regimiento. No exagero. Del orden de un kilo por especialidad. El nieto empezó a pinchar: jamón del bueno, queso, pan… Pero, inevitablemente, a los dos minutos llegó lo que estaba esperando escuchar durante las próximas dos horas, el primer ¡Pero coge más hijo! que ella dijo mientras él la miraba atónito e impotente masticando el último trozo de chorizo (que un segundo antes y, de espaldas a la abuela, se había llevado a la boca), con otro de lomo en la mano izquierda y un pedazo de pan en la derecha y medio del primer botellín ya vacío.

Los dos octogenarios permanecían impasibles ante tamaño banquete. Tenían que concentrarse en insistir (a pasmosamente exacta razón de 2 veces por minuto) con el ¡Pero coge más hijo! ¡Cagüen diez, no comes nada eh! Mientras el nieto habría engullido ya unos 200 gramos de cada especialidad. Pero el nieto era eso, el nieto. Y ellos los abuelos de la generación de hambre. Se tenía que joder y seguir comiendo. Y bebiendo: 2 botellines no eran mucho para el abuelo que apremiaba con un ¡Qué te bebas otro hijo que eres joven y luego vas a echarte una buena siesta!

Entonces lo intentó como desanimado, sabiendo de antemano que no servía para nada pero, aún así, con ganas de decirlo y lanzó un… abuelo que tampoco es bueno comer tanto, que son muchas grasas y proteínas y… ¡Anda calla no digas tonterías! Le interrumpió ella plantándole delante de las narices más de la  mitad de una tortilla de 7 huevos, 1 kilo de patatas y tres cuartos de botella de aceite de oliva virgen extra.

El comenzó a comer sintiendo la pesadez de la mezcla de a cuarto de kilo por especialidad que se hacía una bola en su estómago. Aturdido ya, además, por el efecto del tercer botellín casi finiquitado. Mientras, ellos habrían comido un dedito de tortilla y dos lonchitas de jamón del bueno.

La abuela se disponía a freír ahora un kilo de chuletas de cordero lechal en el cuarto de litro de aceite de oliva virgen extra que había sobrado de la botella. El nieto lidiaba con la bola de tortilla que se había formado en su carrillo derecho. Era imposible hacerla pasar. Sus glándulas salivales hacía ya tiempo que le habían mandado a la mierda y para lubricar semejante masa lo único que le quedaba era tirar de botellín. Su tez se estaba tornando peligrosamente blanca, toda la sangre se concentraba alrededor de su hiperdilatado estómago. Tenía frío y sueño.

Lo intentó de nuevo con un ¡Pocas chuletitas abuela, por favor! que estoy lleno. A lo que el anciano contestó con un irritante ¡pero qué vas a estar lleno, si no has comido nada! Quería llorar, hacerles ver que había comido más que en una semana en su casa, que aquello no estaba bien, que la curva de la felicidad no era de la felicidad sino de los jodidos factores de riesgo cardiovasculares… Pero el nieto era eso, el nieto. Y ellos los abuelos de la generación de hambre. Se tenía que joder y seguir comiendo.

Logró aplacar la insistencia del abuelo para que abriera un quinto botellín de Mahou Clásica con un angustiado y sincero ¡Abuelo, de verdad, que me voy a coger un pedo del copón... déjame beber agua! Se sintió tremendamente aliviado al sentir el paso de aquella incolora, inodora e insípida sustancia. Sintió como, por pura ósmosis, su cuerpo volvía a recuperar la turgencia que había perdido debido a la ingente ingesta y al alcohol. Lo necesitaba para enfrentarse al medio kilo de chuletas (con su grasita porque así están más jugosas) que yacían delante de él.

Además de con la cantidad tuvo que lidiar ahora con un ¿Qué pasa, que no te gustan las chuletas? que salía de la boca de una cara de pena  que acobardaba… ¡Qué si abuela, que me encantan! Pero he comido un montón… ¡Anda qué vas a haber comido… come las chuletas y pincha jamón… qué es del bueno! Y él, como era el nieto, y ellos los abuelos de la generación de hambre, se tenía que joder y seguir comiendo.

Al terminar el plato de chuletas (más el litro y medio de agua que había precisado para hacerlas pasar) notó como el sudor frío corría por su pálido rostro. Sintió las pulsaciones aceleradas de su corazón que lanzaba (con una tensión preocupante) toda la sangre de su cuerpo para lidiar con esa digestión más propia de los atracones romanos que de una comida normal (con la diferencia de que aquellos podían vomitar al final y él… pues como que no).

De pronto, en ese preciso momento, cuando ya pensaba haber terminado con aquel calvario, su mente relacionó el perolo de porcelana blanca que reposaba en la encimera con el contenido que se escondía debajo de la cubierta de papel aluminio: ¡NATILLAS! Esperó que se les pasara por alto con un ¡Bueno…! Pues me voy a tener que ir pronto que tengo que pasar por casa de los titos antes de ir a Madrid… ¡Qué ingenuo! Ahí estaba la abuela destapando el perolo y sirviéndole un buen tazón de las (todo hay que decirlo) natillas más maravillosas del mundo. La necesidad de vaciarse le llamaba. Algo pedía paso a través de su más pudoroso y personal agujero corporal. Pero tenía que comer las natillas primero.

Terminó el delicioso postre sintiendo que se hacía más pequeño, que sus glándulas sudoríparas exprimían su existencia a través de los poros de su piel, que su sistema renina-angiotensina-aldosterona y su noradrenalina no daban para aumentar la presión arterial ni un milímetro de mercurio más. Tomó el obligado Ferrero-Roché de post-postre y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir: se oyó un enorme estruendo (procedente de la cocina del apartamento céntrico del pueblo periférico a la gran urbe) que retumbó en todo el pueblo. Su presencia física fue sustituida por kilos y kilos de trocitos de jamón del bueno, chorizo, lomo, queso, aceitunas, pan, tortilla, chuletas, natillas y un Ferrero-Roché entero (no había sido capaz de masticarlo). Aquello era un follón. Toda la cocina estaba hecha un asco.

La abuela miró al abuelo y casi sin inmutarse salió con ¡Te lo dije Adrián! Tú no has comido nada, no has hecho más que cebar al niño y ahora por tu culpa ha explotado… ¡Pues ahora vas a recoger tú todo esto! 



Wednesday 20 November 2013

El anciano Ella y yo. Experiencias de un Sitzwache




                    Ya no siento angustia. Estoy tranquilo. Somos tres en una habitación de la tercera planta del servicio de medicina interna de un hospital evangélico a las afueras de Freiburg: un anciano (al que cuido esta noche y cuya libertad quedó, tiempo atrás, anulada por la demencia que padece) reposa en la cama consumiéndose por una neumonía que no ha de abandonarlo hasta su último día. Así lo han decidido. Está también aquí un ente cuya naturaleza presumo femenina y cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano. También estoy yo.

El ambiente está enrarecido. Huele a una mezcla de tierra mojada, de flores que reposan erguidas en un vaso al lado de la cama del anciano (en un admirable y desesperado intento de hacer típicamente estético semejante panorama), de aliento neumónico que esa enorme boca abierta exhala con pasmosa sincronía y el aroma a fresco que sale de un ya frío poleo-menta que alguien ha dejado al alcance del que así yace.

La luz es tenue: una lámpara de noche proyectada contra la pared pintada de beige da una tonalidad sepia a toda la escena.

Los sonidos entre los que me encuentro escribiendo estas líneas no son mucho más reconfortantes: jadeos nerviosos de frecuencia relativamente estable interrumpidos (con una frecuencia de características similares a la anterior) por los quejidos agónicos de un hombre atormentado por las pesadillas que su histológicamente degenerado cerebro se inventa a consecuencia de la psicosis que ha desencadenado toda esa masacre neuronal. Algo le dolerá también la neumonía, pero la pantalla del dispensador automático de morfina "Bosch" en la que reza: 5.5 ml/h, con un tiempo restante de infusión de 6h 30 min y 5 seg, de algún modo, nos deja más tranquilos a los dos. Supongo que más a él.


Por otro lado está el gorgoteo constante y penetrante que produce el oxígeno a presión que fluye de la tubería al pasar por la botella de suero fisiológico.


Pero lo peor son los crepitantes que produce el aire al dilatar esa masa de moco, bacterias e inflamación que se ha formado en sus pulmones. Es lo peor porque me hace fijar la mirada de nuevo en esa boca. Una boca que no se muy bien si me inquieta o me aterra por lo omnipresente de su apertura. Una apertura que parece estar en íntima relación con la cercanía del inminente suspiro final: así de abierta para que salga todo, para que no quede nada. Una apertura, la de una boca que parece que se prepara para entregar el alma del anciano a la acompañante de habitación: aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos, pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano. Una apertura, la de una boca, que se afana en endocitar los labios, la carne y, en definitiva, toda la materia humana del cuerpo yacente hacia lo más profundo de su ser. Una boca a la que, como a todo el tórax, le cuesta horrores hacer entrar aire, vida y...¡le cuesta tan poco hacerlos salir! Como si los despreciara.

Es como si en esa boca se produjera la catarsis de la existencia de esa alma que se escapa, de ese cuerpo que se autoengulle.

No debe pesar más de 65 kilos, pero parece pesar 100 veces más. Se hunde en la cama, parece que la tierra lo llama. La carne dura y seca se resbala para esconderse por debajo de los pómulos, por los huecos que quedan arriba y abajo de las clavículas, entre las costillas (ahora entiendo lo de "parrilla costal"), profundo hacia lo más profundo de su abdomen. Sólo hay una cosa que protruye, que pide paso, salida: sus huesos... Ese mentón prominente, ese esternón a flor de piel, esas hiperbólicas rodillas...

Es una metamorfosis de vida en muerte y Ella, aquella cuya presencia no puedo constatar con mis sentidos pero de cuya realidad estoy más seguro que de la del anciano, Ella, digo; lo sabe. Pero no tiene prisa. Espera. La morfina sigue a 5,5 ml/h. Eso, de algún modo, nos tranquiza a ambos. Supongo que más a él. Para intentar calmar el otro dolor, el que produce su mente psicótica, le acaricio el huesudo tórax (esos huesos q buscan sitio para ser pronto un recuerdo perpetuo en esa tierra que le llama) y le regalo unas palabras en mi mejor alemán. A veces funciona.

Son las 6:00 am. Mi turno con el anciano termina. Me asomo a la ventana y veo como la espesa niebla cae pesada y húmeda sobre Freiburg y la Selva Negra de sus alrededores. Es la niebla que ahora me empapará la cara, el anorak, los guantes y mi Orbea Sierra Nevada de vuelta a casa. Es la niebla que me hará sentir frío y me hará sufrir en el camino. Pero que, a su vez, multiplicará el placer que sienta al meterme en la cama cuando llegue a casa. Es la niebla que, en definitiva y como el anciano, me hará sentir vivo.

Le agradezco al anciano la lección sobre la muerte pero le agradezco más la clase magistral sobre la vida, el cuerpo y el alma.


Sólo espero y deseo que haya podido disfrutar de todo ello antes, muchos antes, cuando la demencia aún no había anulado su libertad. Porque si no, no le encuentro mucho sentido a lo que he visto esta noche.